En la vida de los otros, soy un paréntesis.
Vivía acá. Construía acá. La gente contaba conmigo para sus anécdotas futuras y cercanas. Yo estaba en su mapa y en su historia. Era parte de algo.
Y me fui.
Y volví.
Soy un paréntesis de ocho años.
El mundo siguió, para todos, pero no para mí.
La gente me ve y ve la persona que ellos conocían antes.
Y se relacionan con la persona que yo era antes.
Y me hablan de las cosas que hablábamos antes.
Sí, es difícil adaptarse. Sólo yo conozco mi historia, porque es un poco más compleja que la historia común.
Yo decidí cambiar de vida, cada 10 meses, por ocho años. Tengo que admitir que no había manera de seguirme el rastro. Yo decidí pasar de vivir en un país asiático, a uno musulmán, a uno tribal, al caribe, a la savana. Yo decidí aprender a hablar inglés en incontables acentos distintos, con lunfardos distintos, con expresiones distintas salidas de culturas distintas donde ninguna se parecía a la mía pero al fin y al cabo todos somos humanos y todos nos parecemos.
Es inevitable que quienes me conocieron previo a mis viajes, quieran reencontrarse con la persona que se fue. Porque fue a ella a quien extrañaron, a ella a quien esperaron. Fue a ella que le permitieron abrir un paréntesis por tanto tiempo con la ilusión de que un día volviera y pudieran, finalmente, seguir con su relato.
Pero ese relato se fue tan pronto yo me subí al primer avión.
Y aunque aún soy la persona inocente que se emociona por todo en este mundo, no soy ella.
Resiento la persona que era porque esa persona es quien se quedó con todo. De tanto en tanto me pongo una máscara y juego a ser ella sólo para acomodarme, pero no es real y no soy yo.
Viajar es mucho más solitario de lo que se imaginan.
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